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Clientes

Oscar Gomez

Óscar Gómez Mera

La desaparición de los derechos laborales y sociales conquistados durante décadas, ha hecho que dejemos de identificarnos como ciudadanos y/o clase trabajadora. El decretado fin de la historia y de las ideologías perseguía que dejáramos de considerarnos clase obrera. Lo ha conseguido con creces. El invento de la clase media y el tan propagado individualismo liberal han logrado que, incluso, renunciemos a nuestra condición de ciudadanos, esto es, personas con derechos. La sociedad de consumo nos ha despojado de cualquier condición que no sea única y exclusivamente la de clientes.

Todo se supedita a la producción y al consumo. Cualquier derecho laboral o social es cuestionado si entorpece el consumismo desaforado y atroz en el que se sustenta la sociedad de libre mercado. Incluso los servicios públicos han pasado a considerarse mercancías y dentro de nada se extinguirá nuestra condición de usuarios para convertirnos en clientes. Clientes que accederán a la sanidad, a la educación, a las pensiones… siempre y cuando se las puedan costear.

Y en esta vorágine nos hayamos, encantados de habernos conocido. El capital, que de tonto no tiene un pelo, también ha puesto al alcance de quienes apenas podemos consumir la posibilidad de ser clientes. Y a ellos nos aferramos para no reconocer que nos han sumido en la miseria, en la pobreza, que nos están arrebatando todo y que cada vez somos menos, hasta llegar a ser nadie.

Existen políticos corruptos a los que volvemos a votar. Jefes explotadores antes los que inclinamos la cerviz. Banqueros usureros a los que permitimos que nos extraigan las entrañas. Pero si el repartidor de pizza llega diez minutos tarde, o el camarero se equivoca con la comanda, nos ciscamos en sus muertos más frescos, devolvemos la pizza, nos levantamos y abandonamos el local jurando no volver a pisarlo, pedimos a gritos el libro de reclamaciones o exigimos hablar con el jefe. Si la cajera del supermercado se olvida de aplicar el descuento a los yogures le montamos la de Dios es Cristo, obviando que los yogures son de marca blanca, que tienen un 30% de descuento porque están a punto de caducar, y que son los únicos que nos podemos permitir adquirir.

A esto nos han condenado. A ser clientes que se creen que tienen por siervos al resto de trabajadores a los que tratamos como si nos debieran la vida. Porque así es como nos trata el sistema. Un sistema que sólo nos permite administrar nuestra mísera cuota de poder. Y administrar esa cuota consiste en tratar como pura mierda a otros trabajadores cuando salimos del taller, de la oficina, o incluso del supermercado o restaurante donde curramos; y dejamos de ser trabajadores  para convertirnos en clientes del kebab de la esquina o del hipermercado barato y cutre que es el único donde nos podemos permitir hacer la compra. Hipermercado que exigimos que abra domingos y festivos porque el resto de la semana estamos trabajando muchas horas que no nos pagan, y no tenemos tiempo para hacer la puta compra.

Nos creemos alguien por podernos permitir de vez en cuando pedir una cuatro estaciones, salir a comer un plato combinado o ir de compras al centro comercial de turno. No nos reconocemos como trabajadores de lunes a viernes, porque nos hemos dejado arrebatar la identidad y la conciencia. Pero el sábado y el domingo nos crecemos en el supermercado, en el Ikea o en el McDonals, mientras paseamos nuestro palmito vestidos de Zara o de Bershka, y llenamos el carrito de la compra de muebles de ínfima calidad, paquetes de toallitas para el culo fabricadas en Israel, y yogures y paquetes de salchichas a punto de caducar. Nos sentimos alguien mientras rezamos para que nos caiga el gordo de la primitiva y no tener que volver a fichar el lunes.

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