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Violencia de julio

Oscar Gomez

Óscar Gómez Mera

Recuerdo que fue mi madre, que venía de trabajar, quien me dio la noticia. ETA había secuestrado a uno de los concejales del PP en Ermua y amenazaba con matarle si no se acercaban los presos a cárceles de Euskal Herria en 48 horas. Instantes después los informativos daban el nombre de dicho concejal, Miguel Ángel Blanco Garrido, y situaban en el mapa un municipio que hasta entonces había pasado desapercibido para propios y extraños.

Durante unos instantes no di crédito a lo que me contaba mi madre. Con los 18 años que tenía en aquel entonces pensaba que cosas de tal calibre nunca pasaban cerca de uno. Ni siquiera a un vecino al que no conocía ni de vista. Tampoco concebía que a ese desconocido alguien le quisiera privar de seguir acudiendo a su trabajo, de estar con su familia y su novia, de tocar en su grupo o de estrenar su coche por el simple hecho de tener el carnet de un partido político, de cualquier partido político, o por ser un concejal desconocido en un pueblo desconocido.

Fueron febriles aquellos cuatro días de julio de 1997. Tengo impresas en mi memoria dos cosas. La cantidad de veces que recorrimos las calles de Ermua y como el día 12, tras manifestarnos otra vez más para pedir que ETA no cumpliera su amenaza y devolviera a Miguel Ángel a casa, volví desde el Ayuntamiento hasta casa en compañía de mi padre. Nada más llegar nos enterábamos a través de la televisión de que ETA había disparado contra Miguel Ángel. Retorné a las puertas del Ayuntamiento donde ya se concentraba una desolada multitud.

Durante los días 10, 11, 12 y 13 de julio de 1997 una inmensa marea humana asoló las calles. No sólo las de Ermua. Gente de todo tipo y condición, de ideologías diversas e irreconciliables, pedíamos que no se arrebatase la vida a una persona. Quiero creer que, al igual que yo, la inmensa mayoría de la gente no veía en Miguel Ángel sólo a un militante del PP o a un concejal del País Vasco. Miguel Ángel era una persona joven que podía perder su vida en vano, fruto de la violencia. De la violencia de ETA.

Hoy, 21 años después de aquellos hechos, cuando hace ya mucho que dejé de ser aquel muchacho que no entendía que la violencia y la muerte se pudiesen pasear por las calles de su pueblo, sigo perdiendo por momentos la esperanza en la humanidad y me sigue doliendo sobremanera el hecho de que frente a otras violencias la respuesta no sea la misma que la de aquellos días de julio. Ni por parte del Estado y sus instituciones, ni por parte de la propia sociedad civil.

55 mujeres perdieron la vida en 2017 fruto de la violencia machista. Desde que comenzó esto que han dado en llamar crisis, y que no es otra cosa que el sistema capitalista que funciona así, se han suicidado más de 17.000 personas por causas económicas. En los últimos tres años, de 2015 a 2017, han fallecido más de 1.800 personas en su puesto de trabajo. Todo ello en el Reino de España. Todas víctimas de violencia. Y sólo he puesto tres ejemplos. Son legión las que se han quedado en el tintero. La mayoría de esas muertes obtuvieron por respuesta escasos segundos en los medios de comunicación y la pasividad e indiferencia de las instituciones y la clase política. Entre esas personas, tan desconocidas como lo era Miguel Ángel Blanco, también habría gente joven, con novias y novios, con el carnet de algún partido político, de cualquier partido político, con ganas de salir adelante, de estrenar coche, de tocar en su grupo, de salir elegida concejal en su pueblo. En definitiva, de vivir.

21 años después ETA ya no existe. Pero la violencia machista seguirá cobrándose víctimas entre las mujeres, y la violencia económica del sistema capitalista hará que muchas personas más sean suicidadas y que sigamos perdiendo la vida en nuestro puesto de trabajo mientras nos la intentamos ganar. Ninguna marea humana tomará las calles para evitarlo. Ni siquiera para condenarlo. No conoceremos los nombres de ninguna de estas víctimas. Nadie se concentrará en las puertas de ningún Ayuntamiento para rendirles homenaje.

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