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‘El géiser’, por Zigor Goitiandia

ZIGOR GOITIANDIA

Zigor Goitiandia

 

─ Seis letras, jet o chorro de líquido.

El tripudo se rasca la cabeza mientras analiza el crucigrama que trae la última página del diario.

─ ¿No te la sabes?─ insiste─. Se supone que eres el listo, el que tiene estudios, no te jode. ¿Estudiaste geología en la universidad, no? Pues mira, yo me he dedicado a trabajar, y ahora los que habéis perdido el tiempo estudiando curráis para mí.

Fernan se encoge de hombros. Ya tiene suficiente con tener que trabajar un día como éste, acompañado por un patán como el que se encuentra sentado a su lado, en el asiento del copiloto, como para además tener que ayudarle a solucionar el crucigrama. Si no sabe la respuesta, que se joda. Que lea algo más que los diarios de deportes y las cartas de bocadillos de los bares.

─ Venga, acelera, que vamos tarde, y nos espera un montón de mierda como el que no has visto en tu vida. Bueno, más bien te espera a ti.

Al tripudo le encanta ensañarse con los nuevos, y sonríe mientras trata de asegurarse de que Fernan puede verlo mediante el espejo central de la cabina del camión cisterna. Su nivel de inteligencia es medio, reside justo en la mitad de la Escala de Inteligencia Octópoda, o sea, entre un ácaro del polvo y una garrapata. Parece mentira que, siendo tan obtuso, posea una capacidad de irritar tan desarrollada.

Fernan desearía poder parar el camión, desenrollar la manguera que sirve para desatascar la red de aguas residuales, metérsela por el culo y abrir a tope la llave del agua, pero la cosa está muy jodida y no tiene más remedio que aguantar. Necesita el curro.

Limpiar fosas sépticas no es, que se diga, el trabajo de sus sueños, pero tiene deudas pendientes. Llevaba mucho tiempo parado y no tuvo más remedio que agarrarse a lo primero que apareció. Su contrato es, cómo no, temporal. También cobra una puta mierda, las horas extra se pagan en negro, y debe llevar el teléfono operativo las veinticuatro horas del día, siete días a la semana.

Para más inri, le toca trabajar el día en el que todos sus compañeros siguen la mayor de las huelgas de los últimos años, una huelga general en toda regla. Los sindicatos que han tomado parte en la convocatoria representan a más del setenta y cinco por ciento de la población activa, y parece que se va a montar una buena.

Para evitar problemas graves a la ciudadanía (y de paso conseguir que la huelga tenga menos repercusión a nivel nacional que el campeonato de petanca del club de jubilados de Calpe), el gobierno ha decretado que los servicios mínimos sean estrictamente cumplidos en los sectores más sensibles, y la extracción de unas toneladas de aguas residuales en una lujosísima urbanización parece ser prioritaria.

El guarda les abre la puerta sin preguntar, sabía que estaban a punto de aparecer pues un hedor más que apestoso suele preceder a su llegada. Unos cien metros más adelante, un hombre vestido con un elegante traje les espera.

─ Hala, para ahí y vete preparando el material ─ordena el tripudo ─. Voy a ver qué dice Don Aquiles.

Don Aquiles, un hombre de unos cincuenta y pico años, se tapa la nariz con un pañuelo blanco de tela. Viste un traje negro, y unos zapatos de cuero que cuestan más que la indumentaria completa de Fernan.

─Buenas, Don Aquiles ─ el tripudo, que ya ha bajado del camión cisterna, camina hacia el altivo ejecutivo que los mira con un poco disimulado aire de desdén.

─ Buenos días. Ya era hora, llevo media mañana esperándoles, ¡este hedor es insoportable!

El tripudo lo acompaña al chalet de tres pisos. El jardinero los saluda con educación mientras les abre la puerta, y les acompaña al garaje. Se encaminan hacia el interior, donde unas gotas de líquido de aspecto poco recomendable emanan de una bajante de agua.

─ Es aquí ─ indica el jardinero ─. De aquí sale el agua, bueno, lo que sea, hay un olor asqueroso en toda la casa.

─ Ya es suficiente, Sebastián ─ Don Aquiles interrumpe al jardinero antes de que este aporte más datos escatológicos sobre el estado del aire en el interior de la lujosa edificación.

─ Hummmmm…─ el tripudo se hace el interesante, como si tuviera que trazar la órbita de un satélite alrededor de Júpiter, y sentencia el diagnóstico con solemnidad ─. Hay un atasco ahí fuera, en el alcantarillado. No se preocupe, Don Aquiles, el chaval se encarga.

En el exterior, en una calle rodeada por chalets que deben costar seis o siete fortunas, Fernan ha levantado las tapas de una hilera de diez alcantarillas. Don Aquiles y el tripudo se asoman a varias de ellas, y constatan que las aguas residuales (eufemismo que evita tener que repetir varias veces la palabra mierda) están a punto de desbordar en la mayoría de ellas. El tripudo, hombre de gran saber y experiencia, expone su argumentación sobre lo sucedido mediante frases que podrían haber sido elaboradas por el propio García Lorca.

─ Pos sí. Hay algún atasco en uno de los conductos que van de una alcantarilla a otra. La gente tira cualquier puta mierda por el váter, desde condones a compresas usadas, papel de cocina o toallitas de culo. Una vez encontramos que un gato podrido había sido el que empezó a hacer que toda la mierda que caga la gente se acumulara y…

Don Aquiles lo observa mediante una mirada furibunda, mientras se vuelve a tapar la nariz con el pañuelo de tela blanco. El tripudo se da cuenta, sonríe avergonzado y mira hacia Fernan. Ya sabe cómo desquitarse.

─ Hala, geólogo, ya sabes lo que hay que hacer. Me voy con Don Aquiles a que me firme unos papeles para el seguro.

Don Aquiles mira al camión con cara de asco, y después observa a Fernan como si fuera un sapo del tamaño de un puño aplastado en la carretera.

─ Vaya día de mierda, ¿eh, chaval?─ espeta, mientras exhibe una sonrisa que podría aparecer en una imagen adosada a la definición de hijo de puta en el diccionario de la Real Academia de Lengua Española.

Fernan sonríe, mientras imagina que el muy asqueroso tropieza y cae de cabeza a una de las alcantarillas. Mientras saca del bolsillo del buzo de trabajo un bote de Vics VapoRub, abre la tapa y pone un montón de crema con olor a eucalipto bajo sus fosas nasales (truco que le enseñó su amigo Palpavacas, el veterinario), ve cómo los dos hombres se alejan, y oye al tripudo preguntar a Don Aquiles, ¿Seis letras, jet o chorro de líquido?

Fernan conoce de sobra lo que hay que hacer: hay que introducir la punta de la manguera hasta el conducto horizontal que une una alcantarilla con la siguiente, y abrir la llave del agua para que esta, debido a la presión con la que expulsa el líquido, deshaga el tapón. Se dice fácil, pero implica tener que agacharse, y meter el brazo en el putrefacto y fétido elemento que casi desborda y queda a escasos centímetros de la cara para poder insertar la manguera en el conducto. Menos mal que su colega Palpavacas, el veterinario, le pasó un par de cajas de guantes para inseminar vacas que cubren desde la mano hasta el hombro.

En ese momento, un niño de unos diez años aparece conduciendo una réplica a escala de un Ferrari Testarossa, dotado de un motor eléctrico. El chaval casi no cabe en el coche, pero sale más chulo que un ocho y se acerca a Fernan.

─ ¿Vaya mierda de curro tienes, no? ¿Eres pobre?

Fernan respira hondo, y cuando va a soltarle el mayor de los exabruptos que conoce, aparece su abuela. En algo que parece una costumbre muy arraigada en el barrio, mira a Fernan con cara de asco elevado al cubo y multiplicado por seis.

─ Anda Pablito, vámonos que aquí huele muy mal.

Fernan se traga las palabras. Y menos mal, pues en ese mismo instante vuelven Don Aquiles y el tripudo, esta vez acompañados por el concejal de urbanismo.

─Venga chaval, que para algo paga el ayuntamiento a tu jefe ─ inquiere en un tono más que desagradable el concejal─. Menos mal que hay servicios mínimos, a ver qué iba a hacer toda esta gente hasta mañana, con la puta huelga de los cojones, no sé qué quiere la gente, cobrar por tocarse los cojones o algo así…

Don Aquiles toma camino a casa, y el tripudo y el concejal se marchan a tomar un café a un bar que se encuentra en las cercanías. Oye, ¿tú sabes que puede tener seis letras, y ser un jet o chorro de líquido?

Fernan saca el brazo de la pocilga, camina hasta el chalet de Don Aquiles, se quita el guante y lo mete en el buzón de correos. Después se dirige al camión. Allí, coge el teléfono y llama a su amigo Aitor.

─ ¿Aitor, qué pasa, tío? Sí, de cojones, no te jode, aquí, currando, y todos los colegas de huelga. Oye, ¿puedes traerme doscientas o trescientas de las gordas? Sí, sí, lo más gordo que tengas. Y una lona de camión para hacer un saco de medio metro de diámetro. Por cierto, dijiste que la mecha es impermeable, ¿no?, que aunque llueva arde igual. Vale, perfecto.

Tres cuartos de hora después, Aitor ayuda a Fernan a meter un saco realizado con tela de lona de camión, totalmente impermeable, y llena de material de pirotecnia, en una de las alcantarillas.

─ ¿Cuánto hay que hundirla? ─ pregunta Aitor.

─ Tú tranquilo, de eso ya me encargo yo.

Media hora después, el tripudo y el concejal de urbanismo vuelven de tomarse el café, y se quedan en la entrada de la urbanización, observando una de las alcantarillas mientras se tapan la nariz con la mano. No ven la larga mecha impermeabilizada que sale de otra de las alcantarillas y llega hasta el camión, y menos aún la llama que la recorre a toda velocidad.

En ese instante, Don Aquiles se encuentra sentado en la taza del váter, rellenando aún más la bajante de su chalet. Siente cómo la taza vibra fuertemente justo tras el repentino estruendo que se oye en el exterior. Se agarra instintivamente a ella, y mira hacia abajo justo para poder ver cómo decenas de litros de una masa espesa y de color marrón ascienden hacia él a toda velocidad, rociándolo de muslos a cabeza y rebotando en el techo para ir a caer a paredes y suelo.

Pablito conduce su Ferrari cerca de una de las alcantarillas que permanecen aún cerradas, y su abuela lo obliga a detenerse para marcarle bien la raya del pelo. Tras el estruendo, la tapa de la alcantarilla salta y dirige el enorme chorro de pura mierda con consistencia de salsa de albóndigas hacia ellos. En toda la calle, un gran chorro compuesto por materia fecal de primera calidad asciende hacia el cielo por cada una de las alcantarillas. El espectáculo es dantesco.

El tripudo y el concejal observan la alcantarilla a punto de rebosar, pensando en lo jodido que tiene que ser el curro del pringado de chaval que se encarga de desatascarlas, cuando un gigantesco chorro de aguas residuales (recuerda el eufemismo) asciende más de diez metros. El emplasto los riega tanto cuando asciende como cuando desciende.

Escuchan una voz desde el camión cisterna que les dice:

─ ¡Géiser, seis letras, jet o chorro de líquido se llama géiser, imbéciles!

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